Texto de Ernesto Milá:
Robert Ardrey define el imperativo territorial como el impulso que
lleva a todo ser viviente a conquistar y defender su propiedad contra
eventuales violaciones realizadas por miembros de su especie. El
territorio satisface la necesidad de identificación que todos los seres
biológicos experimentan. Cada grupo de una especie, y cada individuo
dentro de ese grupo, tienden a identificarse con una parcela territorial
mayor que ellos y en donde su presencia sea más duradera. Los
seres humanos somos “animales territoriales”, a los que el instinto de
supervivencia nos impulsa a “poseer” un territorio (hogar, Nación,
espacio físico vacío en torno nuestro al movernos) que podamos
considerar inequívocamente como “nuestro”. Residimos y nos gusta poseer
en propiedad un Hogar en el que vivir, que consideramos como territorio
específicamente propio e, incluso, dentro de él, tenemos zonas en las
que nos sentimos más cómodos y objetos que nos desagrada ver utilizados
por otros, un sillón, un lecho, una habitación, la propia cocina, etc.
Si
un delincuente irrumpe en nuestro hogar, sin duda, estaremos dispuestos
a defenderlo con uñas y dientes y, la misma legislación, considerará un
eximente, haber acabado con alguien que pretendiera saquear nuestro
hogar. El cocinero reacciona de forma airada y hostil cuando otra
persona se introduce en su espacio de trabajo. Así mismo, tenemos unos
territorios colectivos (la Nación, la Región) que nos proporcionan
distintos niveles de identidad, que los consideramos “nuestro” y que,
así mismo, estamos dispuestos a defender. Este “instinto territorial”,
como cualquier otro instinto, es irracional, pero, no por ello, menos
real, normal e inevitable. Ardrey concluye: «El hombre posee
un instinto territorial, y si defendemos nuestro hogar y nuestra patria
es por razones biológicas; no porque decidamos hacerlo, sino porque
debemos hacerlo». Más adelante prosigue: «El lugar desempeña un
papel en la identificación: piénsese en el sudista borracho que llora
su whisky con acentos de Dixie, en el perro que vuelve a la casa de la
que le ha echado su amo, en el salmón del Pacífico que regresa, tras
pasar años en el mar, al arroyo donde nació, e incluso en Leonardo
tomando el nombre de su ciudad natal: Vinci». El
territorio es la zona en la que se desarrolla la vida y en donde se
encuentran los elementos propios para la supervivencia; en su interior
se ejerce el instinto de la reproducción. La tendencia innata de los
animales a defender un área determinada que consideran propia,
individualmente o de la manada, se pone en marcha, particularmente,
contra miembros de la propia especie. Los territorios se defienden
mediante pautas de conducta específicas: el perro “marca” su territorio
orinando, mientras el ser humano coloca fronteras que delimitan su
comunidad nacional, o bien paredes y puertas para marcar su territorio
íntimo. Dentro de esos espacios, tanto el animal como el ser humano, se
sienten seguros, conocen sus límites y esto les indica dónde empiezan
sus dominios y el de sus vecinos. El instinto
territorial indica el límite de lo colectivo (el grupo, la manada, la
nación) y de lo personal o familiar, describiendo relaciones jerárquicas
más o menos complejas.La territorialidad es una parte
innata de la conducta animal. Toda las especie mantienen territorios
fijos y espacios individuales; todas las especies establecen límites
para acceder a esos espacios; todas las especies, finalmente, establecen
límites, exclusiones o admisiones en los territorios de su propiedad.
En la naturaleza, el “derecho de admisión” está siempre reservado. Y,
por lo mismo, el patriotismo o el nacionalismo se interpretan como la
expresión humana del instinto territorial de todo animal y la
desconfianza al extranjero, al que no es como nosotros, es una tendencia
natural que podrá ser atenuada, pero que jamás desaparecerá del todo,
en tanto que instinto innato incrustado en nuestros genes. Robert Ardrey
escribe: “Este lugar es mío, soy de aquí, dice el albatros, el
mono, el pez luna verde, el español, el gran buho, el lobo, el
veneciano, el perro de las praderas, el picón de tres espinas, el
escocés, el skua, el hombre de La Crosse (Wisconsin), el alsaciano, el
chorlito anillado, el argentino, el pez globo, el salmón de las Rocosas,
el parisino. Soy de aquí, que se diferencia y es superior a todos los
otros lugares en la Tierra, y comparto la identidad de este lugar, de
modo que yo también soy diferente y superior. Y esto es algo que no me
puede quitar nadie, a pesar de todos los sufrimientos que pueda padecer o
a donde pueda ir o donde pueda morir. Perteneceré siempre y únicamente a
este lugar". La territorialidad humana es de la
misma naturaleza que la animal, aunque, por la complejidad de las
sociedades humanas, la territorialidad humana tenga un desarrollo más
sofisticado. Es inevitable -repetimos, genéticamente inevitable- que el
instinto territorial y sus cristalizaciones político-sociales entre los
humanos, reaparezcan una y otra vez, obstinándose en desmentir las más
osadas afirmaciones de los aventureros progresistas del intelecto. Es
evidente que los animales no son “imperialistas” y que, incluso,
algunas especies evocan los deseos del ministro Bono (“prefiero morir a
matar”); los ratones nórdicos, por ejemplo, cuando no encuentran
alimento, se suicidan en masa. Pero se trata de excepciones. El
imperialismo humano apenas es otra cosa que una patología de
civilizaciones modernas, que aparece cuando los elementos económicos y
la noción de beneficio, se convierten en dominantes. La noción de
“Imperio” –opuesta a “imperialismo”- es cultural: un pueblo dotado de
una misión y de un destino aspira a englobar en él a otros pueblos, a
transmitirles su estilo de vida, que consideran superior; el Imperio
Romano evidencia estas características como ningún otro. Sus legiones
caminaban al paso con la civilización. Por lo demás, en aquellos
tiempos, también existió el caso excepcional de comunidades que,
acosadas por púnicos o latinos, prefirieron el suicidio a la rendición.
El instinto territorial era tan fuerte y estaba arraigado que la
posibilidad de ser alejado del propio marco geográfico generaba un
terror superior a la muerte. La muerte heroica no podía hacer olvidar la
cuestión de fondo: perdida la tierra que nos vio nacer, mejor morir. ¿Y
la libertad? La posibilidad de ser privado de ella, implica el estímulo
del deseo de revuelta, hijo directo de la agresividad; cuando la
revuelta, desde el punto de vista objetivo, resultaba imposible y
conducía a una muerte inevitable, el sentimiento de agresión que, hasta
entonces se había ejercido hacia el enemigo, se volvía contra uno mismo;
por eso los habitantes de Numancia y Sagunto, o los zelotes de Massada,
se suicidaron antes que rendirse. Por otra parte, da la sensación de
que el instinto de conservación y de supervivencia, cuando se alcanzan
situaciones límites, conducen a dos tipos de respuestas: la muerte
heroica (la agresividad volcada hacia el adversario, fatalmente y sin
posibilidad cierta de sobrevivir) y el suicidio (la agresividad volcada
hacia uno mismo), cuando la intensidad del temor a la muerte es inferior
al temor a la esclavitud, el sufrimiento, la tortura, la cárcel o el
exilio. Existen motivos que inducen a
seres humanos a abandonar su territorialidad e inmigrar a otros
territorios, tendencia que es presentada por los hostiles a la etología
como indicativos de que el esquema, cierto en las especies animales, no
puede aplicarse a los humanos. Pero, en estos casos también se
reconstruye el proceso pues, no en vano, los inmigrantes tienden a
agruparse en barrios y zonas específicas que, progresivamente,
consideran como propias, se niegan a abandonar sus tradiciones seculares
que les recuerdan a su tierra natal e, incluso, refuerzas sus vínculos
identitarios. La “moriña”, la añoranza de la tierra natal entre gente
que, por causas económico-sociales se han visto obligadas a inmigrar, es
un último reflejo –de singular fuerza, por lo demás- que indica que el
instinto territorial está siempre presente. En tiempos en los que las
sociedades eran menos complejas, una de las máximas penas a las que
podía ser condenado un reo era al “exilio”, es decir al abandono forzoso
de la tierra que le vio nacer; era como si una parte del alma del
condenado se perdiera. La historia, lo único que ha hecho ha sido
reforzar la complejidad de las sociedades humanas, pero no alterar las
pautas innatas de comportamiento. Robert Ardrey es, sin
duda, quien ha trabajado más el tema del instinto de territorialidad
como elemento básico de las motivaciones del comportamiento. Ardrey se
apoya en los trabajos que Elliot Howard, realizó en los “felices veinte”
sobre las aves. Ardrey concluyó en su trabajo sobre el “Instinto
territorial” que el hombre delimita fronteras y límites de propiedad,
como evolución del instinto de los animales y de los métodos que
utilizan para demarcar sus propiedades. Una alambrada, un cartel de
“Aduana”, una barrera, delimitan una frontera, al igual que una puerta y
unas paredes albergan el contenido de una “propiedad privada”, así el
ser humano, evita conflictos innecesarios y el hecho de que “su espacio”
pase inadvertido ante eventuales intrusos. Ese mismo comportamiento
está presente en todas las especies animales. Los animales utilizan
distintos procedimientos para marcar su territorio: las aves realizan
advertencias sonoras, cantando en lugares bien visibles, el rugido del
león se escucha a kilómetros de distancia anunciando su presencia y el
dominio sobre su territorio; otras especies utilizan métodos olfativos y
marcan su territorio son secreciones corporales, como la gacela
Thomson, el venado rojo de Escocia, la hiena, diversas clases de
antílopes, el león y nuestro habitual y consabido perro doméstico.
Existen aves de plumaje endiabladamente cromático que se sitúan en los
lugares más visibles de un territorio para indicar que es “suyo”. En
general, las especies animales tienden a eliminar la ambigüedad en los
procesos de reconocimiento de sus fronteras. Pues bien, a eso mismo,
tiende el derecho internacional. Las
fronteras humanas, al igual que las establecidas por las especies
animales, no son estáticas. Por el contrario, están sometidas a
constantes procesos de modificación, por ejemplo, cuando una comunidad
animal crece, precisa, inevitablemente, un mayor espacio territorial o
si un fenómeno climático, acarrea una modificación en las condiciones
del medio en el que se desenvuelve una especie concreta, esto repercute
inmediatamente en el territorio que “precisa” controlar. Tanto el
establecimiento de fronteras, como su defensa o ampliación, adquiere,
entre las especies animales como entre las humanas, la dimensión de un
conflicto. Las especies animales saben que contra más pequeño es un
territorio a defender, con más ahínco se realiza y existen más
posibilidades de éxito; por el contrario, si este espacio es
extremadamente dilatado, sus posibilidades de defensa disminuyen.
Análogamente, la historia de la humanidad demuestra que los grandes
imperios son extremadamente vulnerables. Así lo entendió Julio César,
genial caudillo militar y político extremadamente hábil, quien entendió
que la dimensión geopolítica del Imperio Romano era el estanque
mediterráneo y renunció a extenderse por los bosques de Germania. Por el
contrario, Alejandro Magno, glorioso militar, carecía de visión
geopolítica y no dudó, de victoria en victoria, en dilatar excesivamente
las líneas de su imperio, abandonando sus límites geopolíticos, y, por
tanto, condenando su construcción a un final rápido. Pocos años después
de la muerte del Alejandro, su Imperio se había desaparecido
completamente. Otro tanto ocurrió con Atila o con Gengis-Khan y,
seguramente, con George W. Bush, líderes todos de imperios que han
dilatado excepcionalmente su área de influencia, condenándose, por lo
mismo, a un rápido desbordamiento. El propio territorio no se defiende
con el mismo valor y arrojo que el territorio que se aspira a ocupar.
Los marines americanos en Vietnam no entendían las razones de su
presencia en el Sudeste Asiático, sin embargo, las Juventudes
Hitlerianas respondieron en su territorio de manera fanática e insensata
a los tanques soviéticos y norteamericanos cuando cruzaron el Rhin y el
Oder. Los humanos no son los únicos
que reconocen que han sido vencidos. De hecho, en la mayoría de especies
animales existen rituales de pacificación, especialmente en aquellos
que actúan en los que actúan aislados. En esos casos, el individuo
vencido no huye sino que adopta un comportamiento que evidencia su
derrota y sumisión. Habitualmente, el vencido expone parte vulnerables
de su cuerpo, a la vista del adversario, o bien, si es macho, adopta el
comportamiento de una hembra. Entre los primates, el macho vencido se
deja montar por el dominante, imitando la cópula, evidenciando su
derrota. Individuos de otras especies, cuando experimentan la sensación
de la derrota, muestran su trasero al macho dominante en señal de
derrota. En el fondo, entre los humanos vencidos, el comportamiento no
es distinto. En caso de derrota se firma un tratado de paz que deja
humillado e indefenso al vencido (tratado de Versalles, tenido como
paradigma de un tratado vengativo, o Proceso de Nuremberg, proceso
contra Saddam Hussein, Causa General tras la Guerra Civil Española,
verdaderos rituales de victoria que subrayan las culpas del vencido). Existe
otra analogía entre las especies animales y la humanidad civilizada.
Los “jefes” ocupan siempre el lugar más seguro y los territorios menos
expuestos, por el contrario, los que ocupan los lugares más bajos de la
jerarquía están situados en las zonas más expuestas al enemigo. El
bunker de la Cancillería de Berlín, estaba al abrigo de cualquier ataque
aéreo o artillero; el refugio antiatómico en el que serían alojados los
miembros del gobierno norteamericano en caso de ataque atómico, es,
simplemente, inaccesible; sin embargo, los soldados del frente del Este,
los pilos de caza nocturnos, los miembros de la Volkstrum, estaban
expuestos a sufrir las mayores bajas en los combates en defensa del
territorio alemán ante los tanques rusos. Y es que siempre, en todas las
especies biológicas, los machos poseen una parcela cuya seguridad es
inversamente proporcional a la distancia del centro del área en que vive
el rebaño. El macho más fuerte –el líder- ocupa el territorio central y
los demás se distribuyen en los alrededores. Contra más cerca se está
del centro del territorio de una especie, más seguro se está, pero, así
mismo, ese centro es defendido con más dureza. Al contrario, los
territorios más distantes de ese centro –la periferia- se defienden con
menos encarnizamiento. La tenacidad en la defensa de un territorio
aumenta a medida que nos aproximamos a su centro y disminuye en la
periferia. El instinto territorial entre los humanos
cristaliza en las ideas de patriotismo (apego a la “tierra de los
padres”, ya sea una nación, un Estado o un territorio), nacionalismo
(sobrevaloración de la propia nación en detrimento de las demás), el
arraigo (apego del individuo a su patria chica, patria carnal o tierra
natal), la identidad (conjunto de rasgos antropológicos y culturales de
una comunidad concreta, verdadera conciencia territorial), la topofilia
(sentimiento extremo de identidad con la tierra natal) y la geopiedad
(lazo existente entre los habitantes de un territorio y la naturaleza).La
especialización de las actividades humanas hace que cuando se trata de
la defensa colectiva de una nación o de una comunidad, la tarea haya
sido encomendada a una “organización” específica, las fuerzas armadas.
En esta estructura se encuadran los “guerreros” de otro tiempo, es
decir, aquellos individuos mejor adaptados, física y mentalmente para
esta tarea y encarnación de la necesidad de defensa de toda la Nación. A
ellos les compete la defensa de la comunidad. La defensa de cada uno de
nosotros. Negar la necesidad de las FFAA implica negar la posibilidad
de defensa de la comunidad que, a la postre, no es otra cosa que la
negación de un instinto básico de la naturaleza humana. En consecuencia,
un puro sinsentido. A fin de cuentas, la tarea de los
etólogos ha consistido en cortar de raíz las especulaciones progresistas
que habían creado un sistema de valores y una visión de la sociedad que
era, justamente, la negación de nuestra naturaleza más profunda. Los
lobos sueles ser ecuánimes, distan mucho de ser esos asesinos
despiadados de ganado con que han sido pintados desde los cuentos
infantiles; los lobos pueden perdonar al adversario vencido, pero jamás
veremos un lobo pacifista, ni una hormiga dispuesta a dialogar con la
“cultura” de los insectos rivales. Se conocen casos de delfines que han
ayudado a sobrevivir a náufragos, aun a costa de su vida y es posible
que ustedes, como yo, conozcan casos de perros que han evitado que sus
dueños fueran expoliados por delincuentes. Castre a una especie de su
instinto territorial o de su agresividad, y esa especie sucumbirá en esa
misma generación. Forme generaciones de pacifistas, eluda hablar del
combate y de la muerte, como posibilidad de lo humano, y lo que logrará,
finalmente, es una comunidad que se derrumbará ante la primera
dificultad. Se pueden reconducir, encuadrar e integrar la agresividad y
el instinto territorial, pero jamás logrará desaparecer del todo. Cuando
un ministro de defensa como José Bono afirma con una seriedad pasmosa
que prefiere morir a matar, simplemente está engañando en el mejor de
los casos (Bono siempre ha sido un fino estilista en el arte de la
demagogia y el populismo) o, en el peor, es un rematado ignorante de la
naturaleza humana. Pues bien, esto que parece extremadamente simple,
demostrado por la etología, es negado por aquellos “humanistas” sobre la
base de pensadores románticos, utopistas de todos los pelajes y
soñadores que, por no conocer, ni siquiera conocen su propia naturaleza.
Ilusos y babosillos cuyo orgullo intelectual les impide recordar que
también en nosotros los humanos, existe un sustrato biológico que
condiciona nuestra existencia.Las doctrinas progres, negadoras de la evidenciaEl
marxismo, antes de entrar directamente en el basurero de la historia,
percibió claramente que la etología y la biología clásica y la
molecular, apuntaban directamente contra la línea de flotación de su
doctrina. Hoy sabemos que los hombres no nacen “iguales” (aunque lo sean
en derechos, no lo son biológica, física e intelectualmente). Hoy
sabemos que la educación puede corregir tendencias, pero no abolir
instintos. Hoy sabemos que el nacionalismo y el apego a la tierra natal,
jamás lograrán ser sustituidos definitivamente por un vago
internacionalismo o un “comunismo” primitivo que jamás existió. Sabemos
también que la “lucha de clases”, cuando se da, no es sino la traslación
de una forma de conflicto intragrupal, expresión del instinto de
agresividad y de supervivencia de un grupo social concreto que aspira a
conquistar el estatus del otro grupo. Negar la naturaleza biológica del
ser humano y el peso de sus instintos en su ecuación personal, llega a
monstruosidades como el GULAG soviético. Las ideas de los etólogos son,
sencillamente, peligrosas para los teóricos del “humanismo progresista”
actual, como ayer lograron desarmar ideológicamente al marxismo y
convertir sus farragosas teorías en bromas pesadas. Pero esto no ha sido
óbice para que el progresismo moderno siga siendo aplicado
sistemáticamente en el Primer Mundo. Este pensamiento es dogmático (sus
principios son presentados como inamovibles e indiscutibles, someternos a
juicio equivale a hacerse sospechoso y culpable de delito intelectual) e
intelectual (no se basa en principios científicos sólidos, sino en
especulaciones y originalidades propias de charlatanes). Sus dogmas
básicos son:1) Todos
los hombres somos iguales (habría que matizar: iguales en derechos, no
en capacidades; incluso habría que revisar esta idea: los derechos
deberían de estar –como, de hecho, estuvieron- establecidos en función
de las responsabilidades y de los esfuerzos; la idea de igualdad no
existe en la naturaleza; en metafísica, por lo demás, desde Aristóteles
se sabe que cuando nos individuos son exactamente iguales, no estamos
ante dos individuos sino ante uno mismo). 2) Las
pautas de comportamiento y el carácter son fruto de la educación (lo
cual no explica el por qué los psicótapas siguen siéndolo después de
años de intentar modificar sus pautas de comportamiento y por que,
jóvenes con la misma educación, edad y nivel cultural, responden de
manera completamente diferente a los mismos estímulos).
3) La
agresividad es producto de la "represión" (teoría que vale para algunas
formas de agresividad y para algunos tipos humanos particulares; de
hecho, la observación de la realidad indica que, en el mundo moderno, la
disminución de represiones, tiene como contrapartida el aumento de las
formas más patológicas de agresividad).
4) El
progreso es la tendencia natural de la historia (olvidando que la
historia de la humanidad evidencia que los movimientos de ascenso y
descenso se han ido alternando en distintos momentos de la historia y
que la creencia en el progreso general e indefinido de la humanidad es,
acaso, el mito más difícil de demostrar).
5) las
diferencias entre pueblos o razas son culturales, no biológicas (se
absolutiza el papel de la cultura y se considera a la biología como un
engorro que, en el fondo, puede ser superado mediante lavados de cerebro
culturales; por tanto se niegan las diferencias antropológicas entre
los pueblos, sus predisposiciones naturales, sus intereses y sus
capacidades, se niega, en definitiva, su herencia biológica). ++
6) La
economía es el único factor de la Historia (cuando la economía ha
influido en la historia, no ha sido más que un instrumento del instinto
de supervivencia y cuando, interaccionando con el instinto territorial y
la agresividad, han motivado los grandes movimientos históricos).
Los
desarrollos de la etología, según Benoist, sirvieron para desarmar
ideológicamente al marxismo y al pensamiento rouseauniano. Dice Benoist:
“La propiedad privada no es el resultado de la división del trabajo
(como pretendía Rousseau), ni de una "contradicción" en la relación de
las fuerzas productivas (como pretendía Marx). Simplemente es, como
todos los fenómenos de posesión, una institución natural cuyo origen se pierde en los meandros de una herencia prehumana”.
Las filosofías de Rousseau, de Marx o de Freud están ampliamente
superadas por los descubrimientos de la antropología y la etología
contemporáneas: “¿cómo podía Marx, en su época, saber que la propiedad está marcada por centenares de millones de años de evolución? ¿Cómo podía imaginar Freud que la jerarquía
es una institución común a todas las sociedades animales, y que la
tendencia a domar a sus congéneres, a devenir un "alfa", es un instinto
tan vital como (él también) arcaico, de centenares de millones de años?
Rousseau, ¿podía imaginar que el australopitecus africanus, del cual sin duda descendemos, era un carnívoro, un matador, y no un ser "bueno por naturaleza al que la sociedad corrompe"?”. Gracias
a las aportaciones de la etología es posible emprender, de ahora en
adelante, una crítica radical a las filosofías basadas en el pensamiento
de Rousseau. El hombre no es "bueno por naturaleza". En su nacimiento,
no es ni "libre", ni "igual" ni nada de lo que de ello sigue.
Profundizando en esta crítica, aun podemos sustituir las palabras de
orden equívoco de "retorno a la naturaleza" por las de un "retorno a la
cultura". La naturaleza, dicen los filósofos de la vida, nos enseña lo
que somos, pero no lo que podemos llegar a ser. Y
lo que somos está demasiado claro a la luz de la etología científica
como para que podamos negarlo: somos seres territoriales, estamos en la
escala evolutiva en la que estamos gracias a que las armas nos ayudaron a
sobrevivir en medios hostiles, descendemos de cazadores- guerreros,
tenemos en nuestros circuitos biológicos un impulso agresivo modulado
por la racionalidad.