Me hace gracia como muchos cazadores tropiezan con frecuencia cuando caminan por la ciudad por cualquier mínima irregularidad, en ese suelo tan civilizado y aparentemente liso, y sin embargo en el campo, por el monte, caminan con soltura entre las piedras casi sin mirar al suelo. En la ciudad el suelo es sólo cemento o asfalto, mientras que en el campo es parte el paisaje. En la ciudad los pies no “piensan” y en el campo estamos obligados a pensar con todo el cuerpo.
El paisaje en el que cazamos es una parte de nuestro atuendo. El paisaje nos viste; el monte, las sendas, las piedras, el viento, el horizonte deben ser nuestras ropas. Esa necesidad se ha convertido en el pretexto perfecto para que las marcas de ropa de caza nos vendan, y nosotros compremos, todo tipo de prendas que simulan hojas secas, robles, cañizo, campo nevado, otoñal, invernal. Pantalones, gorras, chaquetas, calcetines pintados con todos los verdes, pardos, marrones de todos los paisajes del mundo con una perfección hiperrealista. Ya sólo los más discretos van con atuendos monocromáticos y los que no se complican van vestidos con los saldos de ejércitos en días de excursión.
Las marcas lo hacen bien, saben dónde nos duele y qué buscamos los cazadores. La oferta es hoy apabullante, sobre todo gracias a la necesidad del cazador norteamericano de pavos salvajes, al inteligente marketing y a la excusa del regalo cuando su beneficiario es un cazador. Nuestro armario de ropa de caza comienza a ser abultado y caemos en esa moda con gusto, fashion victim, del paisaje. Aunque en el fondo sabemos que toda esa ropa no sirve de mucho y que el secreto está en otra parte.
Ese sigilo elegante. Podemos hablar de la necesidad del mimetismo, pero no se trata de camuflarse, ni de disfrazarse de ropa paramilitar sino de saber respirar, caminar, rozar las ramas, pisar el campo sin hacer ruido, conocer los caminos sin tropezar, entender y saber que el paisaje nos esconde y nos viste de verdad. O que puede llegar a hacerlo.
Eso diferencia a los cazadores de los otros, ese sigilo elegante, ese deseo de lentitud veloz cuando vamos tras el rastro o recechamos o buscamos las vueltas a la pieza ya sea en la montaña o en el llano, el bosque o entre el monte bajo. No se trata de ponerse ropa verde o parda de los pies a la cabeza, se trata de una forma de estar y de entender ese paisaje, de descubrir que de verdad ese paisaje nos abriga o refresca y es cómplice, amigo, hogar. Ni nos pincha, ni nos roza o hiere, ni nos delata.
Los cazadores amamos el paisaje más que a la pieza por cazar, por eso cualquier agresión nos duele, cualquier suceso que lo cambie, rompa o estropee, desde la aniquilación bestial de un incendio a una carretera o una tala o el urbanismo salvaje –yo diría civilizado–.
Esos paisajes de nuestros días de caza forman parte de nuestra alma, de nuestra forma de mirar y de sentir el campo y no hay nada que haga más feliz a un cazador que esos instantes en los que el jabalí o el corzo, el conejo o la perdiz y hasta un zorro no nos ve, no nos descubre, sentimos entonces agradecimiento por el milagro, por la clara sensación de que el paisaje es de verdad nuestro cómplice, aliado y amigo. O tal vez no sea nada de eso, lo que ocurre entonces no es mimetismo ni camuflaje, es que el paisaje también somos nosotros.
Las marcas lo hacen bien, saben dónde nos duele y qué buscamos los cazadores. La oferta es hoy apabullante, sobre todo gracias a la necesidad del cazador norteamericano de pavos salvajes, al inteligente marketing y a la excusa del regalo cuando su beneficiario es un cazador. Nuestro armario de ropa de caza comienza a ser abultado y caemos en esa moda con gusto, fashion victim, del paisaje. Aunque en el fondo sabemos que toda esa ropa no sirve de mucho y que el secreto está en otra parte.
Ese sigilo elegante. Podemos hablar de la necesidad del mimetismo, pero no se trata de camuflarse, ni de disfrazarse de ropa paramilitar sino de saber respirar, caminar, rozar las ramas, pisar el campo sin hacer ruido, conocer los caminos sin tropezar, entender y saber que el paisaje nos esconde y nos viste de verdad. O que puede llegar a hacerlo.
Eso diferencia a los cazadores de los otros, ese sigilo elegante, ese deseo de lentitud veloz cuando vamos tras el rastro o recechamos o buscamos las vueltas a la pieza ya sea en la montaña o en el llano, el bosque o entre el monte bajo. No se trata de ponerse ropa verde o parda de los pies a la cabeza, se trata de una forma de estar y de entender ese paisaje, de descubrir que de verdad ese paisaje nos abriga o refresca y es cómplice, amigo, hogar. Ni nos pincha, ni nos roza o hiere, ni nos delata.
Los cazadores amamos el paisaje más que a la pieza por cazar, por eso cualquier agresión nos duele, cualquier suceso que lo cambie, rompa o estropee, desde la aniquilación bestial de un incendio a una carretera o una tala o el urbanismo salvaje –yo diría civilizado–.
Esos paisajes de nuestros días de caza forman parte de nuestra alma, de nuestra forma de mirar y de sentir el campo y no hay nada que haga más feliz a un cazador que esos instantes en los que el jabalí o el corzo, el conejo o la perdiz y hasta un zorro no nos ve, no nos descubre, sentimos entonces agradecimiento por el milagro, por la clara sensación de que el paisaje es de verdad nuestro cómplice, aliado y amigo. O tal vez no sea nada de eso, lo que ocurre entonces no es mimetismo ni camuflaje, es que el paisaje también somos nosotros.
4 comentarios:
Ante todo mi enorabuena por la carrera, eres el mejor!!!
Y es cierto que por el campo apenas te tropiezas con nada y mira que hay troncos, hojas, piedras.....y por las ciudades siempre que hay un adoquín un poco levantado ahí vas a tropeazar. Pero yo creo que esto se debe a predisposición que llevas en un sitio u otro, mientras que en campo vas andando sabiendo que te puede ocrrir, tus pies se elevan algo mas del suelo que cuando vas anadando por la ciudad que los llevas arrastrando, ya que tu cerebro relaciona el asfalto o adoquines con algo perfectamente liso.....pero ahí esta el error...que nuestro cerebro no acepta que las cosas no son perfectas....entre ellas el suelo de la cuidad.
Hola Aarón,
Gracias por unirte a mi blog!. Ahora tengo tiempo de responder tus amables palabras, aunque ya lo hice sobre tu comentario. Te repito que me gusta mucho tu blog. Me dedico a estudiar la Naturaleza y viajar, así que lo disfruto.
Un gran abrazo desde Argentina.
Norber.
Hola Aaron, si todos los cazadores pensaran como el autor de estas líneas, otro gallo nos cantaría. Pero los cazadores son un colectivo muy heterogéneo, donde aún quedan algunos que se comportan como nuestros ancestros "cazadores-recolectores". Bueno, nuestros ancestros al menos lo hacían para sobrevivir....ahora no se necesitan razones. Un saludo!
Norber; me alegro y me recomforta saber que disfrutas con mi blog, de verdad, porque el tuyo es una delicia, cada vez que me voy a pasear por el, es como si lo estuviera haciendo por el corazón de áfrica, y se agradece.
Atanasio; que tal, muchas gracias por comentar de nuevo en el blog, bastante acertado tu comentario. "COLECTIVO MUY HETEROGÉNEO", tu lo has dicho.
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